Fuente: http://www.radioactiva.cl/2015/10/ |
Mi llegada al Coagulo fue sorpresiva, como si me acabaran de
parir. Sí, aparecí de repente dentro de un armatoste que era como un ataúd con
ruedas, forrado por dentro con telas baratas de colores lúgubres. Sostenía en mi
mano derecha un tiquete lila, solo mirarlo me mareaba. En la otra mano llevaba un ciento de bolsas para
vómito, el cual nunca supe quien me las había dado. Las luces del interior
apagadas permitían concentrar la atención en el televisor de abordo, encendido
este se inundaba con cucuyitos grises
por falta de señal. Al principio no pude entender qué hacía dentro del
nauseabundo transporte, pero me vine a dar cuenta que era como una "anomalía temporal" cuando pasaron cinco años y no llegaba a ninguna parte. Además
conmigo había más personas, nos hacíamos compañía entre todos.
Por un tiempo se
me zafaron algunos tornillos, cualquiera en mi situación se veria afectado. Yo enloquecí como ningún loco, y me tomé el
autobús a mis anchas. Gritaba, insultaba, me daba en la cabeza contra
las ventanas y golpeaba el palabristas mientras el conductor permanecía impávido. Había perdido el juicio por
completo, no era para mas, el aburrimiento que sentía era inmenso, no se podía
comparar a ningún otro sentimiento que antes hubiera experimentado. Era como ver novelas mexicanas eternamente y mucho peor. Como no
podía escapar de ninguna forma, decidí combatir el tedio a
como diera lugar. Con miras a esto tomé una caja de cartón y la desarmé, luego
la enrollé en forma de cono y con ella le daba de totasos a los pasajeros por
diversión. Tenga un calvaso para usted porque me cayó mal de entrada, otro para
la señora de la mitad por hablar tanto durante el viaje y a nadie le importa los chismes que usted trae. Deje dormir. Uno para usted por usar dos puestos como cama, dos
para la madre que no es capaz de callar a su bebé y otros tantos para todo el
mundo, por cochinos, por tener el baño como una poza séptica. Y así les daba duro a todos y en
eso me la pasé durante varios meses, aprovechándome de la buena voluntad de mis
compañeros de viaje, o mejor; de su indiscutible estupidez, debido a qué todos
se comportaban como unos grandes idiotas. Ya que no protestaban por nada de lo
que yo les hacía. Podía fregarles la vida a mi antojo, no dejarlos dormir, Y quitarles la comida. Y los tontos seguían como si nada, eran como zombis. Descubrí
incluso que no sabían que estaban atrapados y mucho menos que estaban en este
vórtice revuelto. Todos aún pensaban que viajaban hacía algún destino en
particular. Cinco o más años dentro del autobús y seguían convencidos que
pronto habrían de llegar a su destino. Había una muchachita -muy linda ella por
cierto-, que creía que iba para Bogotá a pasar las vacaciones con sus papas.
Una pareja de recién casados esperaban llegar a Cartagena de Indias -a la luna
de miel quizás-, una viejita iba para Cúcuta a vender una casa, y por no hablar
de todos; había un oriental que esperaba llegar a Tokio, este chino ni hablar, si que andaba
perdido, seguro fue que se equivocaron cuando le vendieron el pasaje. Menos mal
que no hay políticos abrazando con hipocresía, ni curas echando la señal de la
muerte, o sino la cosa sería peor.
Edwin B. Quintero
edwinbladimir@gmail.com
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