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miércoles, 7 de febrero de 2018

VIAJE AL FUTURO POR BORRACHERA CUANTICA


La noche en que al profesor lo dejó la mujer se le fue la mente. Había mezclado por despecho Jarabe para la tos con Aguardiente de caña, emulsión de Scout,  ron y mentol. Mistolín, limpiador, gasolina, Tiner y chicha de Arroz. Además de añadirle una parte del frasquito de Menticol que usaba como loción junto con la botella sagrada de yerbas medicinales con alcohol alcanforado y marihuana, empleada por su mujer para apaciguar el eterno dolor de cabeza mediante un artificio metafísico inconsciente.
 Habiendo terminado la poción desenfundó el machete con estilo, elevándolo por encima del hombro y blandiéndolo con fuerza contra una ramita coposa de mata ratón, la cual deshojó en el acto con tres tajos verticales. Después agarrándola por uno de sus extremos la introdujo al perol —donde había hecho el revoltijo— para darle vueltas a su menjurje de porquería, dibujando una parsimonia sacerdotal que culminó cuando lanzó sobre el brebaje la señal de la muerte y los secretos sagrados de la santísima prostituta.
Sacó el pocillo tintero de peltre que casi siempre guardaba en la bolsa derecha del pantalón —para pedir café—, y lo limpió con el borde de la camisa, tiró un escupitajo al suelo y sumergió la tasa hasta dejarla rebosante. De inmediato se sacudió la nariz cinco veces en un acto compulsivo suscitado durante la niñez. Levantó el pocillo hasta la boca, ofreciéndolo a su dios viernes lo probó y le pareció que estaba bueno. Se bebió todo el contenido de la tasa de un sólo golpe. Los ojos se tornaron sonrientes y la cara se le arrugó más de la cuenta. Se puso contento. Pronto olvidó que su mujer lo había abandonado y respiró un poco con la ilusión de creer que había inventado el elixir de la eterna borrachera. Ya no tendría que volver a gorrearle a nadie, ni alquilar su burra para propósitos contranaturales. Pues con semejante invento permanecería ebrio de por vida.
 Llenó una pimpina amarilla con casi tres litros, de aquellas en las que viene envasado el aceite Cuatro Tiempos. La guardó en el costal y salió dando tumbos por la calle quinta —la principal del pueblo—. Tenía esa expresión socarrona de aquel que ha hecho una maldad; sonriente, la frente arrugada, los ojos saltones. Como siempre, también se había untado abundante desodorante —de aquel clásico Yodora que a nadie ya le gusta—, pero a pesar de eso seguía dejando por su trayecto el tufo agrio de la fermentación nauseabunda de su sobaco indómito.
Por encima de su cabeza pasaron un grupo de hojas secas aventadas por la brisa nocturna. Enseguida elevó la mirada y dijo: "¡pájaros malparidos! ¡Váyanse a dormir!". Gritando esto pensó por un momento que los pájaros se estaban extinguiendo por culpa del agujero en la capa de ozono, por lo que había que hacer algo antes que se acabaran los chulos y nos obliguen a nosotros mismos tragarnos los cadáveres de los perros muertos para poder así evitar el hedor insoportable de la mortecina.
 Pronto quedó borracho, tanto que se salió de su tiempo, de su espacio y consciencia, cruzando el telar invisible que separa una dimensión de otra sus pensamientos sintonizaron la frecuencia de los Taquiones (Que son estas partículas que se mueven hacia atrás en el tiempo). Su mente plasmática percibió los corpúsculos, saco las manitas y se coló en sus espacios vacíos, convirtiéndolo en el primer viajero temporal sin cuerpo.
Y estuvo donde ningún otro pendejo ha estado antes; el futuro y más allá y quién sabe dónde. Lugar en el que vio todos los monumentos del mundo ahí reunidos, junto con toda suerte de obras de arte y huevonadas que a la gente le gusta mirar. Aunque no se lo crean, alguien con mucha plata los había comprado. Estaba la Torre Eiffel, la Gran Muralla China, la Estatua de la Libertad, los Gordos en pelota, las Pirámides de Egipto… y otro montón que él ya no recuerda. Todas esas artesanías reunidas tan sólo para atraer turistas.
Donde observo una casa que le llamó la atención, pues resultaba muy rara. Era como una torre destartalada que fue construida con bloques de cemento, ladrillo quemado, tapia pisada, laminas de zinc y madera fermentada. Una habitación encima de la otra a lo que la chambonada diera; media chueca, sostenida por los aires por cuervos enfermizos y horquetas recostadas, sin columnas de hormigón ni concreto reforzado. Una casa con la que su dueño pretendía llegar al cielo para tocar las nubes y recoger agua directamente de ellas con una cubeta, hielo cuando hiciera mucho calor y electricidad de los rayos para no tener que pagar la factura de  la luz, ni ningún otro servicio público. A tal hombre se le había metido en los sesos llevar su morada hasta las nubes porque el calor del pueblo le resultaba insoportable. Pensaba que de esa manera podría darse el lujo de tener clima frío en su cúspide —como el de Ocaña—, pudiendo así cultivar tomates en la terraza y papa criolla para fritar al desayuno. Tal tipo estaba seguro que cuando la casa alcanzara el cielo, sería llamada "Maravilla" —En tal futuro todo mundo estaba entusiasta con esto— y a él por ser su constructor le darían títulos honorables como el hombre increíble, señor talentoso, ilustre, genio, quien es como Superman, casi un dios. Su objetivo era ganar fama para darse ínfulas de grandeza, hacerse un hombre célebre a quien todo el mundo quisiera y rindiera pleitesía. Uno a quien saludaran con devoción piadosa cuando pasara cerca, Quería ser una deidad falsa a si como el papa. Una al que las mujeres amarían por su ingenio..  Uno al que entrevistarían por la mañana en Ondas del César —La emisora local— para preguntarle de dónde había sacado la inspiración para tan estupenda obra. Uno al que premiarían con un pomposo diploma enmarcado en madera de tamarindo, para que cuando sus amigos lo vieran se les hiciera agua a la boca. Con su obra establecida ya no sería simplemente el pintor fracasado, ahora tendrían que llamarlo "El Ilustre". Aquel que no necesitó estudiar para hacer arte —Porque el conocimiento lo traía en la sangre—. Monumento este que desafiaría la gravedad y las fronteras de lo absurdo. Hecho según él hasta para resistir el mismísimo Armagedón —le resultaba mejor idea que esconderse en las cuevas—. Pero paso que con el primer porrazo de aguacero la casa se le vino abajo, con todo y remiendos y bloques sin pañete y mugre y cucarachas radioactivas —Las hijas de las hijas de las sobrevivientes de Hiroshima—, y los doscientos cuervos energizados que durante la tormenta tiraban de ella, y los cachivaches viejos de “Chela la Cotúa” y los inquilinos dementes del décimo piso y las putas del cuarto junto con los traficantes del sexto. De manera que el ilustre quedó aplastado entre sus ruinas. Y las ruinas llegaron a ser lugar de cosas inmundas y orinar de borrachos, dormitorio de cocha, baño público de animales y lugar de encuentro para hacer groserías. También miro personas volando y gatos que a manera de deporte eran aventados por los aires de una patada. Y sanitarios andantes que circulaban por las calles llevando cagones exhibicionistas. Y prostitutas con quinientos usos de licras trasparentes. Y bandas de rock predicando el evangelio del fin del mundo.  Y sacerdotes disc-jockey que precedían la misa con mezclas de música electrónica y hostias de cocaína. Y la ciudad era gobernada por un demonio virgen hecho de aluminio reciclado. Y todos estaban entregados a la fiesta y a la celebración de la vida por los placeres infinitos del pecado. Y por todo lado había volitas de publicidad de luces de colores, que se agitaban y te perseguían por donde quisieran. Y en los almacenes se podía comprar ninfas recién clonadas y plantas que brotaban senos, nalgas y vaginas como frutos delicados.

 Edwin B. Quintero

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