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martes, 7 de marzo de 2017

Una de esas tardes en el colegio

Una mentira, un menosprecio, es todo lo que se necesita para perder el interés por alguien. Matilda, una muchachita de dieciséis años; morena, de ojos negros grandes y alienígenas; Se había pasado toda la mañana buscando quien le prestara un uniforme del colegio, del colegio del joven de quien estaba enamorada. Tenía las intenciones de infiltrarse al mismo, para entregarle una carta de amor en la que le descargaba todas sus agonías y desvelos. Todo estaba bien craneado. Entraría el viernes, que era día cultural y había una fiesta (una miniteka, eran los años noventa). Entraría por el portón grande como cualquier estudiante, quien podría notarlo si era una dulzura en uniforme. Se puso bien la falda, la uso larga, decente, para no llamar la atención con sus doradas piernas, la blusa amarilla se la abotono como una monja, las medias se las subió a las rodillas y paso la entrada sonriente.
Matilda se complicaba, podría entregar la carta a la salida sin
tomar ningún riesgo, pero no, ella no era tan simple, así no tenia
valor el amor, pues todo acto de amor debe ser presidido como era de esperarse por un acto de locura que acreciente los eventos. No hay duda que a Matilda le gustaba buscar emociones, su historial de visitas a la Psicoorientadora escolar, daban mucho de que hablar. La nena tenia una lucha constante por conseguir serotonina.
A Gustavo le iba a impresionar su osadía -pensaba Matilda- tal como a ella le fascino la vez en el que él muchachito salto la reja del "Guillermo León Valencia", para tomarse una gaseosa con ella en el recreo. Pero la seguridad del Camposerrano era mejor. El colegio estaba completamente encerrado con paredes altas, protegidas en su cima por una barricada de botellas partidas. Una barrera insuperable para su estatura, fuerza y debilidad, pero no para su malicia y belleza indiscutible. Un disfraz es la mejor forma, razono. "Me pondré el uniforme de las colserranistas y nadie se dará cuenta, hasta tengo amigas en ese colegio que me pueden hacer el dos, hahaha como me voy a divertir". Y créanme se divirtió.
En la fiesta Gustavo, un joven huesudo, alto y muy gracioso; estaba con otra chica y luego (mientras Matilda le observaba furiosa, escondiéndose entre la multitud de sudores que la empujaban de aquí para allá como si no valiera nada para nadie), él la beso. Matilda entonces perdió la cabeza y salio corriendo. Quien la manda enamorarse tan pequeña. Matilda apretaba los puños, estaba vehemente, corrió por los pasillos buscando algo para desahogarse. Encontró la cocina y la sala de profesores abierta. Tomo un kilo de sal y lo vertió completo en el termo de café de los docentes. Tiro todo lo que se encontró a su paso. La nena tenia la ventaja por la fiesta de hallarse todas las áreas del colegio en soledad. De inmediato bajo al parquedero, se proveyó en la basura; de una botella plástica de gaseosa de tres litros y medio vacía, la lleno de gasolina soltando la manguera que del tanque de una moto bajaba hasta el carburador, y con ella le prendió candela al quiosco del colegio y a la biblioteca. Lo hizo porque Gustavo amaba esa biblioteca. Ya mas tranquila volvió a la fiesta sonriente, como si nada hubiera hecho coqueteo con un chico para desquitarse. Pero no alcanzo, pues las llamas de su furia atrajeron la atención de todos, ya que el viento hizo que las paginas quemadas, volaran como semillas aerodinámicas hasta la cancha donde se realizaba la fiesta. Matilda logro mirar a Gustavo a los ojos, trasmitiendole mediante sus ojos satisfechos que ella era la culpable.
Las paginas de cientos de libros carbonizados siguieron cayendo como una magnifica lluvia de conocimientos perdidos. Nada podía ser mejor que esto. Las caras negras, los uniformes sucios. El sueño de todo niño desjuiciado se estaba cumpliendo.

Edwin B, Quintero

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