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martes, 11 de abril de 2017

Memorias de un amor desorientado

Han pasado muchos años y todavía recuerdo tú desconsolada habitación. Era fría y olía a cebollas frescas y a naranjas apachurradas. Recuerdo la bullaranga de los comerciantes de la plaza del mercado y el chirriar de tu bicicleta de alambres estreñidos, con la cual jugábamos de niños en aquellos días en que todo era fresco y nada parecía real. En tu cuarto tu madre tenía muchas medicinas, un botiquín de palo lleno de jeringuillas desechables, pastillas, jarabes, vitaminas y toda suerte de cremas para ganarles la batalla a los gusanos. Tu piso era de baldosas de barro de colores lúgubres, de las mismas baldosas de barro antiguo que había en la casa de mi abuelo. El cual siempre estaba muy   limpio, recién encerado. Había volitas de naftalina debajo de la cama y una colección de zapatos aburridos al frente de la mesa. No es que me importasen sus avejentados zapatos, lo que sucedía es que tenían tantos que cada vez que entraba a tu cuarto por algún trastorno inconsciente me ponía a contarlos. Había tenis de tela, sandalias, botas de cuero, zapatillas, zapatos de colegiala, cotizas de abuela. También tenías un espejo grande que tu madre mando hacer justo a tu altura y que usabas en exclusiva para mirarte por horas. Acuérdate, me detallaste tu extraño comportamiento en la noche para situarte frente al espejo. Comportamiento que ejecutabas porque creías que dentro del espejo alguien te observaba, y tu contenta por completo en tus pucheros más íntimos.  Aparte desfilabas para aquél ser invisible, quizás un espíritu maligno (eso me diste a entender para asustarme) yo no te creí… que te iba a creer si te lanzabas en carcajadas terribles y arrebatos incontrolables. Las tardes que pasamos juntos nunca sufrimos. Eran tardes dedicadas a apretarnos las manos y a querer besarnos. Pero no lo hacíamos, porque no sabíamos de eso.

También por largas horas mirábamos las estrellas queriendo conocerlas, soñando con viajes imposibles, hablando con la luna. Una de esas noches me contaste tu secreto, el que causa que tu mirada siempre esté triste, el que impide que no puedas fingir una sonrisa sin que me dé cuenta de ello.

Mi mente no ha querido olvidar tampoco cuando crecimos un poco y por las noches revoloteábamos por las calles de Bucaramanga queriendo ser como novios, aunque nunca lo fuimos realmente. Lástima. Tan raro fue todo que sólo salíamos de noche; como licántropos desorientados nos dedicábamos a corretear por los parques como un par de entes sin esperanza. Eso éramos al fin al cabo, unos condenados atrapados por la carne caída, esclavizados por el pecado, hundidos en este mundo. Éramos como el resto de seres egoístas que solamente viven para sí mismos, para el estómago, para convertir lo que entra por la boca en liberaciones relativas.

A veces iniciábamos batallas con la mugre que se nos atravesaba. Eso era porque me gustaba hacerte maldades. Agarraba las bolsas de la basura y te las aventaba por la espalda buscando enfurecerte, más sin embargo tú hermosa criatura; mujercita traumatizada, hija de lo oscuro y el Heavy Metal; pasaba que corrías y era para vengarte. Y tus venganzas eran realmente crueles. Perfeccionadas por esa malicia indígena que a ratos emergía por tus fluidos y que de alguna forma estupenda te cambiaba el rostro por entero. Por ello fue que me fue de gran inspiración, porque tenías un porte poético que nunca pude comprender, como el de aquella pintura en la que aparece una dama antigua. Tu rostro transmutaba y a veces se veía tan indescifrable que me revolvía las neuronas, así como lo hacían los escritos de Borges cuando no lograba entenderle. Gracias a tal desorden recuperé el don de la infancia. Fue entonces cuando mi mente me volvió a soltar poesías insolubles y se me dio por pintarte. Y en tu cuadro logre captar el miedo de tus ojos que fue lo más difícil, junto con la tristeza de aquel que sabe que se va morir. Fue muy grato conocerte, lo que no recuerdo es cuando pasó tal evento. Ese instante cuántico en el que nos miramos la cara para leernos las palabras ha desaparecido de mi memoria. Lo extraño es que sí retuve con claridad la primera vez que te vi de adulta. Venías saliendo de la Universidad acompañada por dos de tus compañeras manteniendo una charla concentrada. Esa tarde tuve la sensación de que eras algo nuevo, no te reconocía. Por lo que tuve el pensamiento de que te iba a conocer, y que eras una mujer madura, algo linda, no mucho, pero si algo, peor es nada. Por eso y por lo otro me fijé bien en ti. Llevabas puesta una falda larga color café claro (la misma falda que te vi muchas veces en la reunión) y una blusa blanca con algo bordado enfrente. Tu cabello medio mono, medio naranja, medio rojo, medio alguna cosa. Lo llevabas abierto hacia los lados, tocándote los hombros apenas con unas minucias. Esa vez no me miraste, no supiste que existía, pasaste por mi lado y te desvaneciste en la multitud. Una brisa desprendió unas flores blancas de lo alto de un árbol de mentracas y olvidé el momento casi al instante.

Recuerdo que estuvimos mucho tiempo enamorados como inocentes chiquillos. Engañándonos, escondiéndonos en las sombras como si Jehová no pudiera vernos. Andábamos buscando sitios lejanos, apartados de todo, en el abismo. Anduvimos perdidos por el bosque silvestre de Girón, los rastrojos del aeropuerto, las discos de la miseria, los conciertos de rock para pobres, las bancas sin iluminación del parque de los niños, las fiestas del grupo Umpala, los precipicios donde la ciudad termina, el puente peatonal de la 27, las escaleras de edificios desolados, tu casa. Siempre me sentí muy bien cuando jugaba contigo en tu casa. No quedó calle de la bonita que no conocieran nuestros pasos, ni evento que desaprovecháramos. Pasábamos horas buscando diversión, para con eso olvidarnos de lo que se nos dio a conocer, después de haber sido seleccionados por alguna especie de escaneo cardíaco. Porque ellos dos, debieron de haber hallado algo de corazón acá dentro. Todo para nada, pues tú y yo, solo queríamos olvidar nuestro propósito para seguir viviendo como el resto de sonámbulos que sirven a la autoridad del aire.  Fue en aquel entonces cuando nos mezclamos entre las muchedumbres apesadumbradas y volvimos a gemirle a la luna.

Y pasaron más años, y ya acabados nuestros huesos te volví a ver. Te vi a lo lejos, en aquella asamblea en el estadio. Y Volvimos, ¡ambos a Jehová volvimos!. Pero no quise acercarme, no te busque. Para que, si te veias súper feliz de la mano de ese señor elegante. ¡Que alegría!.


Edwin B. Quintero

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